Apoyándose en la lectura del Evangelio, la Iglesia afirma que Dios promete el gozo de la vida eterna, junto a Él, a todos los hombres de buena voluntad. Y puede ocurrir que una persona acoja a Jesús realmente, sin conocerle. Son las propias palabras del Señor al hablar del juicio final: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino… Porque tuve hambre y me distéis de comer… Fui extranjero y me acogistéis, estuve desnudo y me vestistéis… En verdad os digo que cuando lo hicistéis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicistéis.» (Mt 25, 31-45).
Así pues, todo hombre justo que intenta hacer el bien y que abra su corazón al sufrimiento del prójimo, acoge a Jesús, el Hijo de Dios, y se salva.
¿Quiere esto decir, entonces, que es inútil bautizarse? Desde luego que no. Quien pueda conocer el Evangelio y comprender quién es Jesús debe hacer todo lo posible para acogerle, para crecer y «bautizarse en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28). Porque «El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se condenará» (Mc 16, 16). Por eso, tomarse en serio el Evangelio supone aceptar el bautismo y su compromiso de seguir a Cristo.
Bautizarse es acoger la luz de Dios para convertirse en hijo de Dios. Jesús es «la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que creen en El, les da poder para convertirse en hijos de Dios» (Jn 2, 9-12).
Bautizarse es recibir el perdón de Dios a través la muerte de Jesús en la cruz por nosotros. Perdón que no sólo nos purifica, sino que también nos da «la gracia», es decir la fuerza para amar y obrar bien.
El bautismo nos introduce en la comunidad de todos los que escogieron y escogerán a Cristo: la Iglesia.
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