Queridos hermanos:
Los sacramentos son el lugar de la cercanía y de la ternura de Dios por los hombres; son el modo concreto que Dios ha pensado, ha querido para salir a nuestro encuentro, para abrazarnos sin avergonzarse de nosotros y de nuestro límite.
Entre los sacramentos, ciertamente el de la Reconciliación hace presente con especial eficacia el rostro misericordioso de Dios: lo hace concreto y lo manifiesta continuamente, sin pausa. No lo olvidemos nunca, como penitentes o como confesores: no existe ningún pecado que Dios no pueda perdonar. Ninguno. Sólo lo que se aparta de la misericordia divina no se puede perdonar, como quien se aleja del sol no se puede iluminar ni calentar.
A la luz de este maravilloso don de Dios, quiero poner de relieve tres exigencias: vivir el sacramento como medio para educar en la misericordia, dejarse educar por lo que celebramos y custodiar la mirada sobrenatural.
1. Vivir el sacramento como medio para educar en la misericordia, significa ayudar a nuestros hermanos a experimentar la paz y la comprensión, humana y cristiana. La confesión no debe ser una «tortura», sino que todos deberían salir del confesionario con la felicidad en el corazón, con el rostro resplandeciente de esperanza, aunque a veces —lo sabemos— humedecido por las lágrimas de la conversión y de la alegría que deriva de ella (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 44). El sacramento, con todos los actos del penitente, no debe convertirse en un pesado interrogatorio, fastidioso e indiscreto. Al contrario, debe ser un encuentro liberador y rico de humanidad, a través del cual se puede educar en la misericordia, que no excluye, sino que más bien comprende el justo compromiso de reparar, en la medida de las posibilidades, el mal cometido. Así, el fiel se sentirá invitado a confesarse frecuentemente, y aprenderá a hacerlo del mejor modo posible, con la delicadeza de conciencia que hace tanto bien al corazón, incluso al corazón del confesor. De esta manera nosotros, sacerdotes, hacemos crecer la relación personal con Dios, para que su reino de amor y de paz se dilate en los corazones.
Muchas veces se confunde la misericordia con el hecho de ser confesor «de manga ancha». Pero pensad en esto: ni un confesor de manga ancha ni un confesor rígido es misericordioso. Ninguno de los dos. El primero, porque dice: «Sigue adelante, esto no es pecado, sigue, sigue». El otro, porque dice: «No, la ley dice…». Pero ninguno de los dos trata al penitente como hermano, lo toma de la mano y lo acompaña en su camino de conversión. Uno dice: «Ve tranquilo, Dios perdona todo. Ve, ve». El otro dice: «No, la ley dice no». En cambio, el misericordioso lo escucha, lo perdona, pero se hace cargo de él y lo acompaña, porque la conversión comienza hoy —quizá—, pero debe proseguir con la perseverancia… Lo toma sobre sí, como el buen Pastor que va a buscar la oveja perdida y la toma sobre sí. Pero no hay que confundirse: esto es muy importante. Misericordia significa hacerse cargo del hermano o de la hermana y ayudarles a caminar. No decir «¡ah, no, sigue, sigue!», o la rigidez. Esto es muy importante. ¿Y quién puede hacer esto? El confesor que reza, el confesor que llora, el confesor que sabe que es más pecador que el penitente, y si no ha realizado la cosa fea que dice el penitente, es por pura gracia de Dios. Misericordioso es estar cerca y acompañar el proceso de conversión.
2. Y es precisamente a vosotros, confesores, que os digo: Dejaos educar por el sacramento de la reconciliación. Segundo punto. ¡Cuántas veces nos sucede que escuchamos confesiones que nos edifican! Hermanos y hermanas que viven una auténtica comunión personal y eclesial con el Señor y un amor sincero a los hermanos. Almas sencillas, almas de pobres de espíritu, que se abandonan totalmente al Señor, que se fían de la Iglesia y, por eso, también del confesor. También nos ocurre a menudo que asistimos a verdaderos milagros de conversión. Personas que desde hace meses, a veces años, han estado bajo el dominio del pecado y que, como el hijo pródigo, vuelven en sí y deciden levantarse y regresar a la casa del Padre (cf. Lc 15, 17) para implorar su perdón. ¡Qué hermoso es acoger a estos hermanos y hermanas arrepentidos con el abrazo de bendición del Padre misericordioso, que tanto nos ama y hace fiesta por cada hijo que con todo el corazón vuelve a Él.
¡Cuánto podemos aprender de la conversión y del arrepentimiento de nuestros hermanos! Nos impulsan a que también nosotros hagamos un examen de conciencia: yo, sacerdote, ¿amo así al Señor, como esta anciana? Yo, sacerdote, que he sido constituido ministro de su misericordia, ¿soy capaz de tener la misericordia que hay en el corazón de este penitente? Yo, confesor, ¿estoy dispuesto al cambio, a la conversión, como este penitente, a quien debo servir? Muchas veces nos edifican estas personas, nos edifican.
3. Cuando se escuchan las confesiones sacramentales de los fieles es preciso tener siempre la mirada interior dirigida al cielo, a lo sobrenatural. Ante todo, debemos reavivar en nosotros la conciencia de que nadie ejerce dicho ministerio por mérito propio, ni por sus propias competencias teológicas o jurídicas, ni por su propio trato humano o psicológico. Todos hemos sido constituidos ministros de la reconciliación por pura gracia de Dios, gratuitamente y por amor, más aún, precisamente por misericordia. Yo que he hecho esto, lo otro y lo de más allá, ahora debo perdonar… Me viene a la memoria el pasaje final de Ezequiel 16, cuando el Señor reprocha con palabras muy fuertes la infidelidad de su pueblo. Pero al final, dice: «Te perdonaré y te pondré sobre tus hermanas —las otras naciones— para que las juzgues y seas más importante que ellas; lo haré para que sientas vergüenza, para que te avergüences de lo que has hecho». La experiencia de la vergüenza: al escuchar este pecado, esta alma que se arrepiente con tanto dolor o con tanta delicadeza de conciencia, ¿soy capaz de avergonzarme de mis pecados? Y esta es una gracia. Somos ministros de la misericordia gracias a la misericordia de Dios; jamás debemos perder esta mirada sobrenatural, que nos hace verdaderamente humildes, acogedores y misericordiosos con cada hermano y hermana que pide confesarse. Y si no he hecho esto, si no he cometido ese pecado feo o no estoy en la cárcel, es por pura gracia de Dios, solamente por eso. No por mérito propio. Y esto debemos sentirlo en el momento de la administración del sacramento. También el modo de escuchar la acusación de los pecados debe ser sobrenatural: escuchar de modo sobrenatural, de modo divino; respetuoso de la dignidad y de la historia personal de cada uno, de manera que pueda comprender qué quiere Dios de él o de ella. Por eso la Iglesia está llamada a «iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este “arte del acompañamiento”, para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 169). También el pecador más grande, que se presenta a Dios para pedir perdón, es «tierra sagrada», y también yo, que debo perdonarlo en nombre de Dios, puedo hacer cosas más feas que las que ha hecho él. Cada fiel penitente que se acerca al confesionario es «tierra sagrada», tierra sagrada que hay que «cultivar» con dedicación, cuidado y atención pastoral.
Queridos hermanos: Os deseo que aprovechéis el tiempo cuaresmal para la conversión personal y para dedicaros generosamente a escuchar las confesiones, de modo que el pueblo de Dios pueda llegar purificado a la fiesta de la Pascua, que representa la victoria definitiva de la Misericordia divina sobre todo el mal del mundo. Encomendémonos a la intercesión de María, Madre de la Misericordia y Refugio de los pecadores. Ella sabe cómo ayudarnos a nosotros, pecadores. A mí me gusta mucho leer las historias de san Alfonso María de Ligorio y los diversos capítulos de su libro «Las glorias de María». Esas historias de la Virgen, que siempre es el refugio de los pecadores y busca el camino para que el Señor perdone todo. Que ella nos enseñe este arte. Os bendigo de corazón y, por favor, os pido que recéis por mí. Gracias.