Resulta muy curioso ver el número de personas que «pasan» de la Iglesia pero que se rasgan las vestiduras cuando ésta desaprueba el aborto, los anticonceptivos o la fecundación in vitro.
En el fondo de nosotros mismos, cuando tenemos una duda de conciencia, cuando no estamos totalmente seguros de que algo que queramos realizar – o que hayamos realizado – esté bien, buscamos como sea una aprobación, una justificación oficial que nos libere de este reproche interior. Hace poco el rey de Bélgica se negó, por motivos de conciencia, a firmar la ley sobre el aborto, arriesgándose a perder el trono. Algunos diputados y políticos belgas hicieron declaraciones increíbles. Según ellos, el rey no tenía nada que decir, incluso si abdicaba, ya que debía limitarse a firmar las leyes como un autómata. ¿Por qué estas personas perdieron su sangre fría ante un gesto de valor extraordinario? Porque no sólo querían legalizar el aborto, sino que además, no soportaban que alguien se atreviera a decir que aquéllo no «estaba bien». Tomemos otro ejemplo, hace 400 años Enrique VIII, rey de Inglaterra, había conseguido que todos los Lores y diputados, e incluso todos los obispos del país, aprobaran la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Sin embargo, un sólo obispo, John Fisher, y un único laico, Thomas More, canciller del rey que dimitió, se negaron a decir que estaba «bien». Estas dos únicas voces quitaban el sueño a Enrique VIII, quien hizo ejecutar a ambos.
- Hoy día ya no harían ejecutar al papa Juan Pablo II o a los obispos cuando se dirigen a los católicos en conciencia, se contentan con insultarles. No obstante, para muchos sus palabras se hacen aún tan insoportables como las de John Fisher y Thomas More.
La Iglesia protege la conciencia. Es testigo hasta el martirio de que el hombre vale más que lo que intenta hacer.
La iglesia nos dice lo que cristo enseñó
Como resulta bastante molesto atacar a Jesucristo, incluso en el mundo, se prefiere reprochar a la Iglesia sus posiciones. «¿Con qué la Iglesia prohibe el divorcio?» – La Iglesia recuerda lo que Cristo dice en el Evangelio: «Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio…» (Lc 16, 18). Y Jesús dice también: «Antorcha de tu cuerpo son tus ojos :si tu ojo fuere sencillo, o estuviere limpio, todo tu cuerpo estará iluminado. Mas si tienes malicioso o malo tu ojo, todo tu cuerpo estará obscurecido Que lo que debe ser luz en ti es tinieblas ¡las mismas tinieblas cuán grandes serán!?» (Mt 6, 22-23).
Si la iglesia no da testimonio de la luz de cristo, ¿quién podrá encontrarla?
- Jesús es muy severo con los que adaptan las exigencias morales a sus necesidades e intentan que el mal parezca el bien: «Al que escandalizare a alguno de estos pequeñitos que creen en mí, mucho mejor le fuera que le ataran al cuello una de esas ruedas de molino, que mueve el asno, y le echaran al mar.» (Mc 9, 41). Se equivoca quien cree o dice que la Iglesia condena. A ejemplo de Cristo, la Iglesia da luz, cueste lo que cueste. Pero al que haya hecho algo mal, responde como Jesús: «Yo no te condeno. Vete y no peques más.», es el perdón que da el sacerdote en el sacramento de la «reconciliación» (la confesión).
La iglesia no condena sino que perdona en nombre de cristo
La Iglesia dice que el aborto está mal, pero perdona a quienes abortan. Si no creemos en Dios, hacemos desaparecer la posibilidad del perdón. Ahí está el problema de nuestro tiempo: sin Dios ya no hay misericordia. Entonces, frente a los reproches de nuestra conciencia, nos esforzamos por olvidar – es la represión, con todas sus consecuencias -, o bien, por decir que el mal está bien.
¿Por qué no decir con la Iglesia las palabras del Salmo LI? «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, haz que vuelva a escuchar júbilo y fiesta, retira tu semblante de mis faltas, borra todos mis culpas !»
Aborto y Bioética
La vida es sagrada y todos los seres humanos, sobre todo los más débiles, tienen derecho a la vida. Por eso la Iglésia no puede aceptar el aborto. Reprueba el acto por ser malo en sí pero no condena a las personas. Dios es perdón y misericordia infinita. Defendiendo al niño que ha de nacer, la Iglesia se hace defensora del derecho de todos los seres humanos a la vida. Las leyes que liberalizan el aborto atentan contra este principio de base de toda democracia y constituyen un abuso de poder. Son, por otra parte, las únicas votadas por gentes sobre las que no se aplicarán jamás. Estas leyes son terribles porque crean un espacio jurídico para el crimen -la eliminación de un inocente sin defensa- y porque pervierten el sentido del bien y del mal en la sociedad: para la mayor parte de la gente, en efecto, legal y buenos son sinónimos. Es verdad que algunas mujeres pueden verse sumidas en la desesperación a causa de un embarazo no deseado -debido a una violación, por ejemplo- pero el aborto no hace sino agravar una situación desgraciada. Existen otras soluciones (ver cuestión 27). Luchando contra el aborto, la Iglesia quiere defender a la mujer, cuya dignidad es la primera lesionada en este asunto. También para que la dignidad humana sea preservada, la Iglesia se opone a la fecundación in vitro, a la inseminación artificial, a las madres de alquiler, etc. Los anticonceptivos y el aborto – que es la consecuencia lógica, pues es necesario paliar los fracasos de la anticoncepción- resultan de la voluntad de separar acto sexual y procreación. Por una parte, se pretende impedir los nacimientos y, por otra, provocarlos bajo control. Es una puerta abierta a todos los abusos. Famosos científicos, como el profesor Testard a pesar de no ser cristianos han denunciado ya estos posibles desvíos. El problema fundamental que provocan estas técnicas es el de considerar el cuerpo del hombre como una cosa y no como una persona. La Iglesia prefiere fomentar una investigación destinada a resolver los problemas de la esterilidad que respete plenamente la intimidad de la unión sexual de los cónyuges. El mensaje que la Iglesia dirige al mundo contemporáneo es exigente, como lo es el de Cristo en el Evangelio. Es coherente y quiere defender la dignidad del hombre, de todo hombre, de todo el hombre «Para conocer al hombre, el verdadero hombre, íntegro…» (Pablo VI) |
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