La Encarnación (San Gemma Galgani)

Di Beato AngelicoOpera propria, CC BY-SA 4.0, Collegamento

No sabía qué pensar, me asombré al oír aquellas palabras. «Hija», añadió, «yo soy tu guarda, mandado de Dios, vengo para hacerte entender un misterio, mayor que todos los demás misterios».
Mi asombro aumentó, todavía no entendía… Mi ángel se dio cuenta y me dijo: «¿Te acuerdas de lo que te prometí hace doce días? ». Pensé y enseguida caí en la cuenta. «Sabes –¡oh mi hija–, que yo te hablaría de María Santisima, una jovencita tan humilde ante el mundo, pero de infinita grandeza delante de Dios; te hablaría de la más bonita, de la más santa de todas las criaturas; de la hija predilecta de lo Altísimo, de la que fue destinada a la incomparable dignidad de ser la Madre de Dios».

… «Ya era de noche avanzada y María Santísima, sola en su cuarto, rogando, fue toda raptada en Dios. Inesperadamente se hizo una gran luz en aquella pobre habitación y el arcángel, adoptando un semblante humano y rodeado de un número infinito de ángeles, se acercó a Maria, reverente y a la vez majestuoso. Se le inclinó como Señora, le sonrió como anunciador de una alegre noticia y, con dulces palabras, le dijo así: «Ave, ¡oh María, el Señor está contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres». ¡Oh bonito, oh grande y sublime saludo, que en la tierra nunca fue oído, ni se oirá jamás!

… «Apenas el arcángel celeste hubo pronunciado estas palabras, calló, casi esperando la señal de ella para explicar su divina embajada. María , oído el sorprendente saludo, se trastornó. Callaba y pensaba. ¿Pero acaso creéis, ¡oh mi hija!, que no descendían a María los ángeles del paraíso? Ella, a cada momento, gozaba de su visita y de sus dulces coloquios… Ella no investigó en su mente el sentido de este misterio, pero se turbó porque se creyó indigna del angélico saludo. ¡Ay mi hija! –me repetía–, si Maria hubiera sabido lo mucho que su humildad agradaba al Señor, no se hubiera considerado indigna del obsequio de un ángel. «¿Cómo es eso?», dijo para sí, «un ángel de Dios me llama llena de gracia, aunque yo me reconozco indigna de cualquier favor divino? ¿Cómo es eso?» – razonaba María -, «¿Un ángel del paraíso me llama bendita entre las mujeres, cuando soy entre las la más inútil, la más vil, la más abyecta de las féminas? ¿Qué misterio se esconde bajo el velo de su excelso saludo?…»

«María no había dado ninguna respuesta al saludo del ángel. Entonces Gabriel, para disipar su temor, añadió: «No temas, ¡Oh María!, tú eres la única que has hallado gracia delante del Altísimo. Desde este instante concebirás en tu seno un hijo, le pondrás por nombre Jesús y por todos será llamado Hijo del Altísimo. A Él le será dado el trono de David, reinará en la eternidad, y su reino no tendrá fin.» Con estas sublimes palabras el arcángel explicó toda su embajada a María…»

«El ángel ya había manifestado a la Virgen el arcano de la gran misión, es decir que ella se convertiría en la Madre del Hijo del Altísimo. Ella, al ángel, le habló así: «¿Y de qué manera podrá esto suceder, conservando la pureza de mi blancura virginal?» (Ya fue predicho en la profecía de Isaías, que el Cristo debía nacer de madre virgen)… «Sabes, –así me dijo mi ángel–, que María Santísima, como un ejemplo nunca oído, desde su más tierna edad había consagrado al celeste esposo de las almas castas la flor de su virginidad y, aunque no estaba sometida al sentido de la concupiscencia rebelde, no había dejado de de custodiar sus lirios entre las espinas de la mortificación».

«Reflexiona – me dijo – cómo María Santísima calló a todas las cosas que concernieron al gran misterio, sólo habló y se tornó solícita, cuando oyó tratar de su puro e inmaculado candor, y lo hizo alrededor de aquel ángel de Dios con atenta solicitud… ¿ Has entendido, ¡Oh hija!, cuánto hay en María de bonita, angélica, y celestial virtud? ¿Pero quién crees tú que la tuviera en mayor medida? ¿Jesús o María? Ciertamente, para Jesús nunca alcanzaría la calidad de una madre, más que una virgen pura e inmaculada.

El ángel Gabriel respondió: «María, el Espíritu Santo descenderá sobre de ti, la virtud sublime de Altísimo te cubrirá con su sombra y lo que nacerá de ti será santo: el verdadero Hijo de Dios. A este punto también te anuncio que Isabel, tu pariente, ha concebido a un hijo en su vejez, y ya está en el sexto mes aquella que se decía estéril, porque acordaos de que para Dios no hay nada imposible». El ángel Gabriel continuó dirigiéndose a María Santísima con estas palabras: «Aseguraos y consolaos ¡oh Virgen bendita! El divino Espíritu será el que descenderá a fecundar tus vísceras inmaculadas. La omnipotente virtud del Altísimo obrará en ti un nuevo prodigio que, guardándote al mismo tiempo el honor de virgen, te dará el gozo de madre. El Santo, que concebirás en tu seno, será el Hijo de Dios». Con estas palabras el arcángel Gabriel revelaba el arcano, explicaba el misterio y lo aseguraba.

Ya todo fue precisado, no faltó la última palabra de Maria, para que la Virgen fuera Madre de Dios. El Verbo divino, engendrado por el Padre en el esplendor de los santos, no tenía que tener padre en tierra, dado que no hubo madre en cielo. Y María, siendo elegida generadora del Unigénito del divino Padre, se convertía así en la hija unigénita del mismo Padre. Siendo aquella que, de su virginal sustancia tenía que suministrar el humano miembro al verbo divino, fue elevada a la inefable dignidad de Madre del Hijo de Dios. Siendo María aquella sobre la cual descendería el Espíritu Santo y la cubriría con su virtud omnipotente haciéndola Madre virgen de un hijo de Dios, fue por eso elevada al excelso honor de esposa del Espíritu Santo.

Desplegado el arcano, tranquilizada plenamente la Virgen, el mensajero divino callaba, ansioso, esperando la respuesta de ella, es decir el consentimiento de María a la encarnación del Verbo eterno… y contestó: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra». El gran acepto fue proferido, María es la madre del Hijo del Altísimo. A estas palabras exulta el cielo, se consuela el mundo entero. El ángel, reverente, se postró delante de su señora, y luego emprendió el vuelo y volvió al paraíso.

María, en el acto de aceptar la altísima dignidad de Madre de Dios, se declaraba humildemente sierva del Señor. Aquella humildad profunda, en que la halló recogida y casi anodada el ángel del Señor, no le vino pequeño al glorioso saludo y a la más gloriosa propuesta de hacerse la progenitora del Verbo divino.

María había entonces proferido el prodigioso fiat y, en un instante, fue formado por el divino Espíritu en el seno de ella, de su purísima sustancia virginal, un tierno y perfecto cuerpo. Y unida un alma humana, a éste y a aquel se engendró, con vuelco y unión hipostática, la divina Persona del Verbo. ¡Oh milagro! Aquel Dios, que no puede ser contenido en la amplitud de los cielos, está encerrado en el regazo de María. Aquel Dios, que sostiene con un dedo la gran máquina del universo, es mantenido en el puro seno de una Virgen. ¿Quién puede repetir, pues, la plenitud de gozo que inundó y encendió el alma de María en aquel feliz momento en que se hizo Madre del Hijo de Dios? El Rey de los Reyes, el gran Señor de los dominantes, ha puesto su trono en el puro seno de María. Un gozo infinito inundó a María cuando se fijó en la infinita luz y pudo contemplar los arcanos esplendores de la divinidad.

Al aceptar María la incomparable dignidad de Madre de Dios, aceptaba a la vez el generoso oficio de Madre del género humano. Alegrémonos. María, prestando al ángel su aprobación, os ha adoptado por hijos, convertida en la Madre de todo».

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